EL PERRO NEVADO
(Leyenda histórica) |
Por: TULIO FEBRES CORDERO
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El silencio de los páramos es completo. No hay aves que canten, ni
árboles que lucen contra el viento, ni ríos estrepitosos que atruenen el
espacio. Es una naturaleza grandiosa, pero llena de gravedad y de
tristeza. Aquellos cerros desnudos y altísimos, acumulados al capricho,
parecen las ruinas del mundo en otro tiempo habitado por cíclopes y
gigantes.
Lo que pasa en la mar, lo que pasa en la llanura inmensa, eso mismo sucede en
el medio de los páramos andinos. El hombre se siente humillado ante la
naturaleza y se recoge en si mismo. Por eso la ascensión a las alturas
de la cordillera venezolana no es solamente fatigosa para el cuerpo, sino
abrumadora y triste para el espíritu. Bajo las mantas y abrigos que son
necesarios al viajero para soportar un frío que acalambra los miembros, el
alma también se recoge y busca el calor de los recuerdos, de los pensamientos
y de los afectos que le son más caros en la vida.
En una brumosa tarde de Junio del año de 1813, se detuvo una escolta de
caballería frente a la casa de Moconoque, sitio distante una legua de la
villa de Mucuchíes, para entonces, el lugar más elevado de Venezuela.
La casa parecía desierta, pero apenas habían dado dos toques en la puerta,
cuando instintivamente los caballos que estaban más cerca retrocedieran
espantados. Un enorme perro saltó a la mitad del camino dando furiosos
aullidos. Era un animal corpulento y lanudo como un carnero, de la raza
especial de los páramos andinos, que en nada cede a la muy afamada de los
perros del monte de San Bernardo.
Ante la actitud resuelta y amansadora del perro, brillaron de súbito diez o
doce lanzas enristradas contra él, pero en el mismo instante se oyó a espalda
de los dragones una voz de mando que en el instante fue obedecida:
--- ¡No hagáis daño a ese
animal! ¡Oh, es uno de los perros más hermoso que he conocido!
Era la voz del Brigadier Simón Bolívar, que cruzaba los ventisqueros de Los
Andes con un reducido ejército. Por algunos momentos estuvo admirando
al perro que parecía dispuesto a defender por si solo el paso contra toda la
escolta de caballería, hasta que el dueño de la casa, don Vicente Pino, salió
a la puerta y lo llamó con instancia.
--- ¡Nevado!...
¡Nevado! ¿Qué es eso?
El fiel animal obedeció en el acto y se volvió para el patio de la casa
gruñendo sordamente. Su pinta era en extremo rara y a ella debía el
nombre de Nevado, porque siendo negro como un azabache, tenía orejas, el lomo
y la cola blancos, muy blancos, como copos de nieve. Era una viva
representación de la cresta nevada de sus nativos montes.
El señor Pino, era un respetable propietario, se puso inmediatamente a las
órdenes de Bolívar y sus oficiales, y obtenidos de él los informes que
necesitaban referente a la marcha que hacían, la continuaron hacia Mucuchíes,
donde iban a pernoctar. Bolívar miró por última vez a Nevado con ojos
de admiración y profunda simpatía, y al despedirse preguntó al señor Pino si
sería fácil conseguir un cachorro de aquella raza.
--- Muy fácil me parece,
le contestó, y desde luego me permito ofrecer a S. E. que esta misma tarde lo
recibirá en Mucuchíes, como recuerdo de su paso por estas alturas.
Media hora después de haber llegado el Brigadier a la citada villa, le
avisaron que un niño preguntaba por él en la puerta de su alojamiento.
Era un chico de once a 12 años, hijo del señor Pino, que iba de parte de
éste, con el perro ofrecido.
--- ¡El mismo perro
Nevado! ---Exclamó Bolívar--- ¿Es éste el cachorro que me envía
tu padre?
--- Si señor, éste mismo,
que todavía es cachorro y puede acompañarle mucho tiempo.
--- ¡Oh, es una preciosa
adquisición! Dígale al señor Pino que agradezco en lo que vale su
generoso sacrificio, porque debe ser un verdadero desprenderse de un perro
tan hermoso.
El chico regresó a Moconoque aquella misma tarde satisfecho de los agasajos y
muestras de cariño que recibió de Bolívar. Este niño fue don Juan José
Pino, que llego a ser padre de una numerosa y honorable familia de Mérida y
alcanzó la avanzada edad de noventa y cuatro años.
Bolívar quedó contentísimo con el espléndido regalo y no cesaba de acariciar
a Nevado, que por su parte no tardó en corresponder a las caricias,
haciéndolo en ocasiones con tanta brusquedad que más de una vez hizo
tambalear al Libertador al echársele encima para ponerle las manos en el
pecho.
Averiguando con varios señores de Mucuchíes si había en la tropa algún
recluta del lugar conocedor del perro, para confiarle su cuidado y
vigilancia, se le informó que en el destacamento que comandaba Campoelías
había un indio que era vaquero de la finca del señor Pino, y por consiguiente
conocedor del perro y de sus costumbres.
No fue menester más. Inmediatamente despachó Bolívar una orden a
Campoelías, que estaba fuera del pueblo, para que le mandase al indio,
llamado Tinjacá. Era éste un indígena de raza pura, como de treinta
años, leal servidor y de carácter muy sencillo. La orden, despachada a
secas sin ninguna explicación, fue militarmente obedecida. El indio se
encomendó a Dios, confuso y aterrado, al verse sacado de las filas, desarmado
y conducido a Mucuchíes con la mayor seguridad y sin dilación alguna.
El pobre creyó que lo iban a fusilar.
Era ya de noche, y Bolívar, envuelto en su capa por el frío intenso del
lugar, revisaba el campamento acompañado de algunos oficiales, cuando se le
presentaron con el recluta.
--- ¿Eres tú el indio
Tinjacá?
--- Si, señor.
--- ¿Conoces el perro
Nevado del señor Pino?
--- Si señor, se ha criado
conmigo.
--- ¿estás seguro de que
te seguirá a donde quiera que vayas sin necesidad de cadena?
--- Si, señor, me ha
seguido siempre, contestó el indio volviendo en si de su estupor.
--- Pues te tomo a mi
servicio con el único encargo de cuidar al perro.
El indio estaba tan turbado por la brusca transición efectuada en su ánimo,
que no acertó a decir palabra alguna de agradecimiento.
Al cabo se atrevió a preguntar tímidamente donde estaba el perro.
--- Está amarrado en mi
alojamiento, le contestó Bolívar.
--- Pues si su merced
quiere una prueba del cariño que me tiene Nevado, mande a que lo suelten y le
respondo que el punto vendrá para acá, a pesar de la distancia y de la
oscuridad de la noche.
Bolívar clavó sus ojos en el indio y se sonrió, manifestando de este modo su
incredulidad; pero después de reflexionar un poco dio la orden y se quedó en
el mismo sitio, advirtiendo a Tinjacá que si la prueba resultaba adversa le
castigaría severamente.
Las calles de la villa se hallaban a aquella hora cruzadas por muchos jinetes
e infantes ocupados en procurar a las tropas el rancho y las comodidades
necesarias. Bolívar empezó a temer que el perro al verse suelto, se
volviera como un rayo para Moconoque, pero en ese momento Tinjacá se llevó la
mano derecha a la boca y acomodándose los dedos entre los labios de un modo
peculiar, lanzó un silbido extraño y penetrante, distinto a los demás
silbidos que hasta allí habían oído Bolívar y sus compañeros. Algo
salvaje y guerrero había en aquel silbido que dominó todos los ruidos y algazara
de los vivac y debió de resonar muy lejos.
--- El perro debe ya estar
suelto, dijo Bolívar con inquietud, volviéndose hacia Tinjacá.
--- Si señor, respondió
éste, y muy pronto estará aquí.
Y seguidamente lanzó al viento otro agudo silbido que hizo vibrar el tímpano
de todos los presentes. Hubo un momento de ansiedad. Todos los
corazones palpitan aceleradamente, menos el del indio, que lleno de
confianza, esperaba tranquilamente el resultado, sondeando la oscuridad con
sus miradas en la dirección del alojamiento del brigadier, que distaba de
allí tres o cuatro cuadras. Un grito de contento escapó de sus labios.
--- ¡Allí viene, exclamó,
echando con ligereza un pie atrás para recibir sobre el pecho el pesado
cuerpo del perro, que se le tiró encima dando saltos de alegría.
--- Ya ve su merced como
el perro si me quiere, dijo respetuosamente Tinjacá dirigiéndose a su jefe.
Todos quedaron admirados del hecho, que vino a aumentar, si cabe, la
estimación y afecto que ya Bolívar tenía por su perro. El mismo le daba
de comer, porque decía que el perro debe recibir siempre la ración
directamente de las manos del amo. El resultado de estas
contemplaciones fue que a los pocos días Nevado tenía por su nuevo jefe el
mismo cariño que tenía por Tinjacá, y que Bolívar aprendió a llamarle de muy
de lejos con el mismo silbido cuasi salvaje que le enseñó el indio.
Del ingenio festivo y picaresco de algunos oficiales del Estado Mayor salió
la especie de bautizar a Tinjacá con el nombre de "Edecán del
Perro" especie que celebró Bolívar, pero no sus edecanes, a quienes
nunca les cayó en gracia tal nombre.
Nevado compartió los azares y la gloria de aquella épica campaña de
1.813. Sus furibundos ladridos se mezclaban sobre los campos de batalla
al redoble de los tambores y estruendo de las armas. Era un perro de
continente fiero, semejante a un terranova, pero singularmente hermoso, que
se atraía las miradas de todos en las ciudades y villas por donde pasaban.
El siete de Agosto en la entrada triunfal a Caracas, Nevado, acezando de
fatiga, seguía a su amo bajo los arcos de triunfo y las banderas que
adornaban las calles de la gentil ciudad. Más de una flor perfumada, de
las muchas que arrojaban de los balcones sobre la cabeza olímpica del
Libertador, vino a quedar prendida en los níveos vellones del perro. El
hermoso Nevado era digno de aquellas flores.
Dice la historia que
cuando Nerón vino al mundo se vieron en el cielo nubes de color de sangre y
otras señales espantosas, lo mismo que al moverse contra Roma el formidable
Atila. Tal así debieron verse en el cielo y en la tierra presagios
siniestros cuando compadeció en el escenario de la guerra a muerte el
terrible Boves. Humillada su vandálica fiereza en el combate de
Mosquiteros por el intrépido Campoelías, vino a levantarse como un dragón
infernal en la triste batalla de La Puerta, donde todo se perdió para la
patria, menos la fe republicana y la perseverancia heroica de Bolívar, que
logró salvarse de las garras de su feroz enemigo acompañado por algunos de
sus bravos tenientes, tomando la vía de Caracas con el alma desolada ante
aquel inmenso desastre.
Meses antes, sobre el campo de Carabobo, donde habían sido derrotadas por
completo las armas realistas, Nevado estuvo al punto de ser lanceado al
precipitarse sobre los caballos enemigos. El perro parecía perder el
juicio a la vista del humo de la pólvora, del choque de las armas y las
sangrientas escenas del combate.
Para prevenir este mal, Bolívar ordenó a Tinjacá que tuviese amarrado el
perro en las acciones de armas, y esta orden, estrictamente obedecida, fue
acaso su perdición en La Puerta, porque sus fuertes latidos, escuchados desde
muy lejos orientaron a los perseguidores, y pronto descubrieron éstos a Tinjacá,
que huía siguiendo los pasos de Bolívar, pero entorpecido por el perro que
iba amarrado a la cola del caballo.
El perro y su guardián fueron presentados a Boves como una presa
inestimable. Hasta las filas realistas había llegado la fama del noble
animal. En los labios de Boves apareció una sonrisa siniestra, y con la
refinada malicia que lo caracterizaba se dirigió al atribulado indio
diciéndole:
--- Has cambiado de amo,
pero no de oficio. Te necesito para que me cuides al perro, y por eso
te perdono la vida. Yo sé que no te atreverías a huir, porque él sería
el primero en descubrirte hasta en las entrañas de la tierra.
Boves acarició a Nevado, seducido por su tamaño y rarísima pinta, pensando
desde luego aprovecharse de si finísimo olfato para descubrir algún día el
paradero de Bolívar y sus más allegados tenientes, a quienes el perro no
podría olvidar en mucho tiempo.
Nevado asistió cautivo al sitio de Valencia que Boves dirigía
personalmente. Bolívar había ordenado a Escalona que defendiese la
ciudad a todo trance; y Escalona y su puñado de héroes así lo hicieron, hasta
que reducidos al escaso número de noventa soldados, sin pertrechos ni víveres
y constreñidos por los clamores del vecindario se vieron en la dura necesidad
de aceptar la capitulación propuesta por Boves, quien se adueñó de la plaza
por este medio.
Pero antes, este sanguinario jefe realista hizo celebrar una misa en su
campamento, y adelantándose hasta el altar en el momento solemnísimo de la elevación,
juró en alta voz ante la Hostia consagrada que haría cumplir los artículos de
la capitulación, los cuales garantizaban la vida y la hacienda al vecindario
y guarnición de la ciudad heroica. Lo que después sucedió no habrá
historiador que lo relate sin llamar la cólera del cielo sobre aquel insigne
malvado.
Tinjacá y el perro fueron incorporados en la guardia personal del feroz
caudillo, alojándose con él en la casa del Suizo, recinto lleno de familias
patriotas, asiladas allí por temor de los ultrajes de la soldadesca
desenfrenada.
Muchas damas patriotas, temerosas de provocar la ira del vencedor,
asistieron, llenas de angustia y de sobresalto, al baile que la oficialidad
realista organizó en la propia casa del Suizo, residencia de Boves, para
obsequiar a éste por el triunfo de sus armas, y cuando este hombre infernal
agasajaba con pérfidas sonrisas a matronas y señoritas allí reunidas; en los
hogares de éstas, en las prisiones y en las calles corría despiadadamente la
sangre de los patriotas.
Aquel sombrío personaje de la leyenda arábiga, el jefe de las Abasidas, que
hizo sacrificar a más de ochenta individuos de la ilustre familia Omniades,
prisioneros que descansaban en la fe de sus palabras, y que sobre sus cuerpos
aún agonizantes hizo tender tapices y servir un banquete a los oficiales de
su ejército; ese califa pérfido fue sin embargo menos cruel e inhumano
que Boves en aquella Sanbartolomé valenciana. Este monstruo llevó su
refinamiento hasta hacer que las madres, esposas e hijas de las víctimas
danzasen entre música y flores en medio del esplendor de las bujías a la
misma hora que, allá entre las sombras, se retorcían sus deudos más queridos,
villanamente sacrificados a lanzazos por una turba de asesinos.
Antes que llegase a conocimiento de aquellas mártires la tremenda verdad de
su infortunio y la inaudita perversidad de Boves, ya esto se sabía y se
comentaba en los corredores de la casa, en los cuales reinaba un extraño
movimiento. Entrada y salida de oficiales, órdenes secretas, sonrisas
diabólicas en unos, caras de espanto en otros. Todo lo advirtió Tinjacá
y tembló de pies a cabeza. ¡La hora de la matanza había llegado!
Los distinguidos patriotas Peña y Espejo, que estaban bailando, desaparecieron
sin saberse cómo de manos de sus verdugos, cuando dentro de la misma sala uno
de los oficiales tenía ocultas dentro de la misma chaqueta las cuerdas para
amarrarlos. Al día siguiente, descubierto el doctor Espejo en su
escondite, fue fusilado en la plaza pública.
El indio concibió al punto la idea de fugarse con el perro, su fiel e
inseparable compañero, pero lo detuvo la consideración de que Nevado lo
comprometería, porque a pesar de la mucha gente y gran animación que había en
la casa, sería muy notable su salida acompañado del perro, el cual estaba
encadenado en el exterior de la casa por orden expresa de Boves.
¿Qué hacer en esos momentos críticos? Empezaba a oírse en labios de la
soldadesca los nombres de los patriotas asesinados aquella misma noche, y
multitud de partidas armadas cruzaban descaradamente las calles en busca de
víctimas. Tinjacá corrió al interior de la casa, y so pretexto de que
iba a partir pan para darle al perro, pidió en la cocina un cuchillo de
servicio. Seguidamente se dirigió al lugar donde estaba el perro, que
se hallaba inquieto y gruñendo de cuando en cuando por el ruido inusitado que
llegaba a sus oídos. Con suma rapidez se allegó a él, lo acarició con
más extremos que nunca y disimuladamente le cortó el collar de cuero de donde
prendía la cadena, dejándole unidos apenas por un hilo, de suerte que nevado
con poco esfuerzo se viera libre; y repitiéndole sus extremadas caricias,
hasta dejarlo sosegado, se alejó de alli, escurriéndose por entre la mucha
gente que llenaba la casa.
Al verse en la calle, consultó la dirección del viento y se alejó de aquella
mansión diabólica. Mas de una vez se detuvo y vaciló. El paso que
daba podía costarle la vida. Tenía muy presentes las palabras de Boves
cuando cayó prisionero en La Puerta. Huir solo era menos expuesto, pero
no podía resignarse a dejar el perro, por el cual sentía un cariño
entrañable, un cariño que rayaba en culto, a que se unía el orgullo de ser el
único guardián, el único responsable de aquel animal que era para Bolívar una
joya de gran valor. El pobre indio de los páramos veía en Nevado el
talismán de su fortuna; a él le debía su posición al lado del Libertador, y
el cariño sincero que éste le profesaba. Abandonarlo, era sacrificar su
carrera, su porvenir, era sacrificarlo todo.
La música del baile aún llegaba vagamente a sus oídos. Era necesario
detenerse un momento y esperar. Por fortuna la calle en aquel paraje
estaba solitaria, a la inversa de los alrededores de la casa del Suizo, donde
hervía el concurso de soldados y curiosos.
Cesó la música, y repentinamente en los grupos militares y otras personas que
llenaban los corredores y pórticos de la casa se notó un movimiento
simultáneo de sorpresa y terror.
--- ¡Se ha soltado el
perro! Exclamaron muchas voces.
Efectivamente. Nevado atravesaba como una flecha los corredores de la casa
y rompiendo por el apiñado grupo que obstruía la puerta, derribando a unos y
haciendo tambalear a otros se lanzó a la calle, atronando con sus latidos a
todo el vecindario. Ya fuera, se detuvo unos instantes, volviendo a
todas partes la cabeza, con la nariz hinchada, en alto las velludas orejas y
batiendo su hermosísima cola, que a la luz que desprendían las ventanas del
Suizo semejaba un gran plumaje, blanco, muy blanco, como la nieve de los
Andes.
Oyese un silbido lejano que pasó inadvertido para los presentes, pero no para
el perro, que partió, como tocado por un resorte eléctrico, desapareciendo a
la vista de los circundantes, al tiempo que el mismo Boves salía a la puerta
y lo llamaba con instancia. Cuando éste se convenció, por el examen de
la cadena, que la fuga del perro era premeditada, se colmó en su ánimo la
medida del odio y de la venganza.
Allá, en la oscura bocacalle, el indio postrado en tierra, sujetó rápidamente
al perro por el cuello con una correa que se quitó del cinto, y rasgando una
tira de la falda de su camisa empezó a amordazarle, ingrata operación que el
inteligente animal soportó dócilmente, aunque manifestando su contrariedad y
sufrimiento con lastimeros quejidos.
De pronto, a la mitad de la cuadra, sintió pasos acelerados que venían a su
encuentro. Retroceder era imposible. Los pasos se acercaron más,
hasta que sus ojos espantados vieron dibujarse entre las sombras un bulto
informe. Era por fortuna una persona inofensiva, un padre que pasó de
largo por la acera opuesta, llamado sin duda para auxiliar algún herido,
según creyó Tinjacá. Pero, no, aquel aparente religioso, como después
lo supo, era el bravo Escalona, que en hábito de fraile, se escapaba también
de la matanza.
La situación del indio, que caminó toda aquella noche sin descanso, era
notablemente crítica porque el perro era demasiado conocido en las villas y
lugares por donde había pasado el Libertador, lo que le obligaba a una marcha
sumamente penosa por páramos extraviados; pero si Nevado era para él una
amenaza constante y causa de mil zozobras por los campos y vecindarios que
recorría, todos enemigos, en cambio era también un compañero fiel y cariñoso
que velaba el sueño y sabía esgrimir sus poderosas garras y agudos colmillos
para defenderle en cualquier lance personal.
Al cabo de algunos días logró incorporarse a la gente de Rodríguez, jefe
patriota de la guarnición de San Carlos, llamado por Escalona cuando se supo
la ya proximación de Boves. Sabido es que Rodríguez llegó a los
alrededores de Valencia con su tropa, que no pasaba de cien hombres, tuvo que
retirarse, porque el ejército sitiador le impidió la entrada. Unido
pues a este puñado de valientes, corrió la suerte de ellos, atravesando
lugares llenos de guerrillas enemigas, ora combatiendo día y noche, ora
pereciendo de necesidades en selvas y desiertos, hasta que lograron al fin,
incorporarse todos, esto es, cuarenta o cincuenta que sobrevivieron, al no
menos heroico ejército de Urdaneta, que alcanzaron en El Tocuyo, para
emprender juntos aquella célebre retirada que salvó del pavoroso naufragio de
1814 la emigración y las reliquias de la Patria.
A su paso por Mucuchíes, Urdaneta dejó de retaguardia en ese lugar
trescientos hombres al mando de Linares, y con el resto de sus tropas tomó
Mérida. El valor temerario de Linares lo obligó a combatir con Calzada,
que lo seguía y que casi inesperadamente descendió del páramo del páramo de
Timotes y los atacó con su ejército en la propia villa de Mucuchíes.
Tinjacá y Nevado, como es natural, estaban allí con la fuerza de Linares en
su tierra nativa, y se vieron envuelto en aquel combate heroico, que fue
desastroso para los patriotas. El pronto auxilio despachado de Mérida
al mando de Rancel y Páez, que volaron con un cuerpo de caballería al socorro
de Linares, llegó tarde pues se encontraron con los primeros derrotados una
legua antes de llegar a la villa.
El pánico y la consternación se adueñaron de Mérida cuyo vecindario vino
aumentar la gran emigración de familias que venían desde el centro de la
República al amparo de Urdaneta quien continuó su marcha hacia la Nueva
Granada.
¿Qué había sido de Tinjacá y Nevado? Tratándose del perro del
Libertador, Urdaneta y su oficialidad averiguaron con los derrotados por su
paradero, pero nadie les dio razón y se temió que hubiese caído otra vez en
manos de los españoles. Pero eso no era cierto, porque sabedor Calzada
que el perro se hallaba en el combate de Mucuchíes hizo las más escrupulosas
pesquisas para descubrirlo, allanando al intento la casa y hacienda del señor
Pino, su primitivo dueño; pero todo fue en vano: Tinjacá y Nevado no se
volvieron a ver. Parecía que se los había tragado la tierra.
Meses después, cuando Bolívar y Urdaneta se vieron en Pamplona por primera
vez después de estos desastres, aquel supo con tristeza, toda la historia del
perro, y admirando la fidelidad y valentía del indio, exclamó con entera
seguridad:
--- ¿Sabe usted, Urdaneta
que abrigo una esperanza?
--- Espero conocerla,
general.
--- Pues creo que mi perro
vive y que lo hallaré cuando atravesemos de nuevo los páramos de los Andes
para liberar a Venezuela.
No era la primera vez que Bolívar hablaba en tono profético.
Han transcurrido seis años. Por lo alto de los páramos de Mérida
marchan con dirección a Trujillo varios batallones del ejército patriota; y
nuevamente se detiene frente a la casa de Moconoque un considerable número de
jinetes. Es Bolívar y su brillante Estado Mayor.
--- Llamad en esta casa,
dijo el Libertador a uno de sus edecanes.
El estrecho camino apenas podía contener a los jefes y los oficiales que
habían hecho alto en aquel sitio.
La casa estaba cerrada, y sólo después de fuertes y repetidos golpes
crujieron los cerrojos de la puerta, y apareció en el umbral una india
anciana, trémula y vacilante, que era la casera, la cual miró con ojos
asombrados a la brillante comitiva.
--- ¿Vive todavía aquí Don
Vicente Pino o alguno de su familia?,
le preguntó Bolívar.
--- No, señor. Todos
emigraron para la Nueva Granada, hace algunos años.
--- ¿Puede usted,
entonces, informarme algo sobre el paradero del perro Nevado y el indio
Tinjacá, después del combate de Mucuchíes?
--- He oído contar muchas
veces la historia del indio y el perro, pero ni aquí han vuelto ni nadie sabe
que ha sido de ellos.
Cuando Bolívar y su Estado Mayor continuaron la marcha, la india, deslumbrada
todavía por le brillo y bizarría de tantos oficiales volvió a correr los
cerrojos de la puerta, y se entró a comentar el suceso con los otros
habitantes de la casa.
--- ¡Jesús credo!
les dijo, esto es para confundir a cualquiera. Otra vez el perro; otra
vez la misma pregunta. Si pasan los españoles, averiguan por el perro,
si pasan los patriotas, la misma cosa. ¡Ese animal debe valer mucho dinero!
Pero no solamente en Moconoque, sino en la Villa de Mucuchíes, a cada paso de
tropas eran interrogados los vecinos sobre el perro, cuyo desaparecimiento estaba
envuelto en el misterio. Bolívar también averiguó allí por Nevado y su
guardián sin resultado alguno, y con esto perdió la esperanza que había
abrigado de hallarlo a su paso por los páramos de Mérida.
Al día siguiente emprendieron la gran ascensión del páramo de Timotes.
Pronto pasaron el límite de las últimas viviendas humanas y entraron en la
soledad terrible, donde la marcha es lenta y silenciosa, ora cortando por la
falda de un cerro, ora subiendo por un plano rápidamente inclinado, con harta
fatiga de las bestias de silla. Ya hemos dicho que el silencio allí es
completo, y absoluta la desnudez del suelo. Hasta la menuda gramínea y
la reluciente espelia, que constituyen la única vegetación de estas elevadas
regiones, desaparecen en aquella espantosa soledad de varias leguas.
Los caracteres más alegres y festivos allí se apocan y entristecen. Una
fuerza oculta nos obliga a callar, rindiendo así culto al Dios fabuloso, que
según los indígenas vivía de pie sobre el risco más empinado de los Andes,
con la frente inclinada sobre el pecho y el dedo índice apoyado en los
labios; era el Dios de la meditación y del silencio.
El Estado Mayor de Bolívar marchaba con una lentitud imponente. Sólo se
oían las pisadas y fuertes resoplidos de los caballos acesantes. El
panorama, en lo general uniforme, ofrecía sin embargo rápidos cambiamientos
debido al viento helado que soplaba en aquellas cumbres, el cual tan pronto
acumula nieblas en torno del viajero, envolviéndolo por completo, como las
aleja, ensanchándose el horizonte, para dejarle de ver aquí y allá riscos y
peñones atrevidos, que asoman sus cabezas por entre las nubes de un modo tan
caprichoso como fantástico.
Los hilos de agua que vienen de lo alto, acrecidos por las lluvias y los
deshielos, forman zanjones profundos que cortan el camino de trecho, cuando
de repente se oyó un grito de guerra.
--- ¡Viva la Patria!
¿Viva Bolívar!
Grito inesperado que rompió el silencio augusto del gran Páramo y que por un
fenómeno propio de la comarca, fue repetido al punto por bocas misteriosas
que se abrieron en el fondo de los valles y cañadas, al conjuro del Dios Eco;
de suerte que las voces "Patria" y "Bolívar", fueron
retumbando de cerro en cerro hasta morir débilmente en la lontananza como el
vago rumor de un trueno.
Antes que el eco se extinguiese, Bolívar vio salir de aquellos zanjones un
personaje extraño, que parecía estar allí acechándole el paso y que corrió
hacia él con la ligereza del gamo. Una larga y oscura manta rayada de
colores muy vivos cubría casi todo el cuerpo de aquel hombre, que todos
tomaron por un loco en vista del modo tan brusco e inusitado con que se
presentaba.
--- ¿No me conoce ya S. E.
dijo dirigiéndose al Libertador con el sombrero en la mano?
--- ¡Tinjacá! exclamó
Bolívar lleno de asombro.
--- Siempre a sus órdenes,
mi general. Ayer supe en mi retiro del páramo que S. E. pasaba.
--- ¿Y el perro?
¿Dónde está Nevado? --- Le preguntó Bolívar sin dejarle proseguir.
--- Está por aquí mismo
con una persona de confianza, pero no lo traje porque todavía dudaba, y quise
ver por mis propios ojos si era verdad que S. E. iba con el ejército.
--- Pues ve a traérmelo en
el acto.
--- No hay
necesidad. El vendrá solo --- le contestó el indio mientras hacía un
movimiento para llamarlo, pero al instante Bolívar lo detuvo, diciéndole:
--- ¡Espera! que yo
le llamaré.
Y con la exclamación de alegría, que era indescriptible como la sorpresa de
sus tenientes, zafóse el guante y llevándose a los labios sus dedos
acalambrados por el frío, lanzó al viento aquel silbido extraño, cuasi
salvaje, que en otro tiempo había aprendido del indio, el mismo que oyó por
primera vez en la helada villa de Mucuchíes y que más tarde salvó a Nevado,
en la trágica noche de Valencia. El eco se encargó de repetir y
prolongar el silbido, que fue a extinguirse como un débil lamento en el
confín lejano.
Entre tanto, Tinjacá sonreía contento, los jefes y oficiales esperaban
sorprendidos el desenlace de aquella inesperada escena: Bolívar, pálido de
gozo, rasgaba la niebla con sus miradas de águila.
--- ¡El perro! ¡El perro!
Sobre el borde de un barranco próximo había aparecido Nevado, el mismo
Nevado, más hermoso y altivo que nunca, batiendo al aire su abundante cola,
que semejaba un plumaje blanco, muy blanco como copos de nieve.
Momentos después, la cabeza del perro desaparecía bajo los pliegues de la
capa del Libertador, que se inclinó en su caballo para recibirlo en sus brazos.
Si con el estado mayor hubiese ido la banda marcial, él mismo habría ordenado
que en aquel mismo sitio, sobre una de las cumbres más elevadas de los Andes,
resonasen clarines y tambores en alegres dianas por el hallazgo de su perro.
A partir de esa fecha, Nevado siguió a Bolívar por todas partes, ora jadeando
detrás del caballo en las ciudades y campamentos, ora dentro de un cesto,
cargado sobre una mula, a través de largas distancias y en marchas
forzadas. Él estuvo echado junto a la Piedra Histórica de Santa Ana de
Trujillo en la célebre entrevista de Bolívar con Morillo, provocando las
miradas curiosas y la admiración de los oficiales españoles que conocían su
historia; y en Santafé y durmió algunas siestas en la mansión de sus virreyes,
sobre las ricas alfombras del palacio de San Carlos, en Bogotá.
Atravesando Bolívar con sus edecanes por un hato de los llanos, salieron de
un caney una multitud de perros de todos los tamaños y se arrojaron sobre los
caballos, ladrándoles con tanta algarabía y obstinación, que los oficiales
iban ya a valerse de sus espadas para librarse de aquel tormento cuando le
llegó el remedio, porque oyendo Nevado, que venía un poco adormilado dentro
del cesto, los destemplados aullidos de aquella jauría, se botó al suelo de
un salto, y a todo correr y dando descomunales ladridos arremetió de lleno
contra la ruidosa tropa de podencos, los cuales huyeron al punto poseídos, de
terror.
--- ¡Bravo, bravo! ¡Los has hecho muy bien
Nevado! - Exclamaron los oficiales, agradecidos al potente animal que le
quitaba de encima aquella insoportable molestia, a lo que agregó Bolívar,
riéndose de la derrota de los galgos:
--- Esos pobres perros jamás habían visto un gigante
de su especie.
El 24 de junio de 1821, en la célebre llanura de Carabobo, enardecido el
perro en medio de la batalla se lanzó como una fiera sobre los caballos
españoles, no obstante su edad de nueve años que empezaba a privarle de
rapidez en la carrera y hacerle más fatigosas las marchas sorprendentes de su
perínclito amo. En vano se le llamó repetidas veces. Ni él ni
Tinjacá, que lo seguía, volvieron a presentarse a los ojos de Bolívar ni de
su Estado Mayor.
Ya sonado en el glorioso campo las dianas de triunfo y solo se oían a los
lejos las descargas de la fusilería que daba Valencey en su heroica
retirada. Bolívar, vuelto en sí del frenético entusiasmo de la
victoria, pregunta de nuevo por su perro, en momentos en que recorría el
campo, cuando se presenta un Ayudante y le dice:
--- Tengo la pena de informar a S. E. que Tinjacá,
el indio de su servicio, está gravemente herido.
--- ¿Y el perro? --- preguntó al punto.
--- El perro... --- dijo titubeando el Ayudante ---
el perro también está herido.
Bolívar puso al galope su fogoso caballo de batalla en la dirección indicada.
Un cirujano hacía la primera cura al pobre indio, quien al divisar al
Libertador, hizo un gran esfuerzo para incorporarse, diciendo con voz torpe y
extenuada:
--- ¡Ah, mi general, nos han matado al perro!...
Bolívar miró en torno con la rapidez del rayo y descubrió allí mismo, a pocos
pasos de Tinjacá, el cuerpo examine de su querido perro, atravesado de un
lanzazo. El espeso vellón de su lomo blanco, muy blanco, como la nieve
de los Andes, estaba tinto en sangre roja, muy roja, como las banderas y
divisas que yacían humilladas en la inmortal llanura.
Contempló en silencio el tristísimo cuadro, inmóvil como una estatua, y
torciendo de pronto las riendas de su caballo con un movimiento de doloroso
despecho, se alejó velozmente de aquel sitio. En sus ojos de fuego
había brillado una lágrima, una lágrima de pesar profundo.
El hermoso perro Nevado era digno de aquella lágrima
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miércoles, 9 de septiembre de 2015
EL PERRO NEVADO
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