Dr. Florenzo A Cuddé P
Para nadie es un secreto que una de
las cuestiones que consideran los padres responsables, antes de serlo, es si
podrán educar y mantener a sus hijos. Pues bien aunque son considerados al
unísono, fácilmente entendemos que son cosas totalmente diferentes pero muy
relacionadas.
Por “mantener a los hijos” normalmente se entiende la satisfacción de sus
necesidades corporales básicas como alimentación, vestido, techo y protección.
Estos aspectos, aunque son muy interesantes, no serán objeto de esta
conversación. Ahora bien, por “educar a los hijos”, conviene que nos pongamos
de acuerdo ya que en la medida que logremos un mayor acuerdo entre las partes
involucradas en la educación de los hijos en esa medida podremos empujar en la
misma dirección y llegar a las metas deseadas. Pero, ¿de verdad hace falta
estar de acuerdo en lo que por educación
“entendemos” y “queremos”?
Seguramente la respuesta será afirmativa, y por razones obvias que voy a
refrescar: La primera, para poder cooperar
en vez de competir en el proceso
de educación (los autores: padres-familia, profesores-escuela,
hijos-amistades). La segunda razón, para saber
lo que deben hacer los autores del proceso (en este caso los padres
generalmente tienen una idea muy vaga o tácita que también conviene aclarar y
perfeccionar) donde también se incluye lo
que se debe evitar, y cómo hacerlo de la forma más conveniente para todos
los actores del proceso. Sucede que a veces, partiendo del principio que
debemos hacer siempre “lo mejor”, erramos porque se entiende por ello
únicamente “lo más rápido, lo menos costoso, lo más placentero, lo más
gracioso, lo más divertido, lo menos doloroso, etc”; y no consideramos como lo mejor, primero: lo más digno, o sea, lo
que se ajusta a la persona humana singular que es fulanito o fulanita, a sus
circunstancias personales, familiares, etc; lo más oportuno, es
decir, en el momento más adecuado y bajo ciertas condiciones.
En resumen podemos resaltar, hasta ahora, tres cosas importantes
referentes a la educación de los hijos:
- la educación es un proceso (objetivo, tiempo, métodos, etc)
- participan unos autores
(hijos, padres, familia, profesores, escuela, autoridades, medios, etc)
- los autores son personas.
Y ¿qué importancia que tiene tener siempre presente que la educación es
un proceso personal? Para responder a esta cuestión, debemos recordar lo que es
la persona humana. Acudimos a una de
las mentes más brillantes de la historia de la humanidad, santo Tomás de
Aquino, quien decía recordando a su vez a Aristóteles: “la persona humana es un ser individual de naturaleza racional, libre y
trascendente”. O sea, que al educar hay que saber que el objeto de ese
proceso es un ser individual vivo, con inteligencia y libertad, y además con un
espíritu que tiene un destino eterno, ya que el alma humana por ser espiritual
es inmortal, en otras palabras, los
humanos no somos simplemente animales superiores con más habilidades, y suerte,
que los otros seres de la creación, porque no
solo somos eso, sino que además
tenemos un alma espiritual que subsiste después de la muerte del cuerpo, y que
tiene un destino eterno (léase: ‘para siempre’), y que ese destino debe ser el
encuentro definitivo con su Creador en el Cielo, o sea, la felicidad eterna.
De todo esto deducimos que en el proceso de la educación hay que tener
presentes:
1. Que se trata de nuestros hijos, que
por ser personas, son potencialmente capaces de entender (según el grado de
desarrollo, edad y escolaridad), son capaces de decidir ciertas cosas (no
todas, más bien pocas por cierto), y además tienen el cielo por delante (como
meta fina o definitiva), o sea el tiempo.
2. Si los hijos son personas humanas,
es porque sus progenitores también lo son, y aunque parezca imposible, esto
podría olvidarse en algunos momentos (a veces por demasiado tiempo), y entonces
explicar que no se actúe de acuerdo a esta “dignidad de personas humanas”. Por
eso, frecuentemente advertimos que muchas personas, y a veces, nosotros mismos,
actuamos como verdaderos “animalitos”, y de paso, damos ejemplos de acciones
que están muy lejos de lo que es digno de nuestra condición de personas humanas.
Un ejemplo común ocurre en los colegios cuando los padres solo se preocupan por
el ‘rendimiento académico’ de sus hijos y subestiman si hacen caso ‘a la
primera’. El problema es que estos actos
que “no educan” a las personas, no se quedan en “nada”, sino que dejan su
huella en los hijos, y es entonces cuando se “maleducan”, y así tenemos niños que ‘saben muchas cosas’ pero les
cuesta mucho hacer caso.
Después de lo anteriormente expuesto, podemos afirmar, que “educar es el proceso mediante el cual la
persona se hace más humana, conforme a su dignidad esencial”. Por esto no
es igual tener una “buena educación”, a tener un mayor nivel instruccional o de
escolaridad”, ya que precisamente por eso, podemos ver en nuestra sociedad a
personas que a pesar de ser doctores universitarios se comportan como
verdaderos cavernícolas, por no ofender a los animales. Ellos “recibieron mucha
instrucción, pero se educaron poco”. Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con
esos profesionales corruptos que tanto abundan. ¿Queremos que nuestros hijos
sean así?
La cuestión no es simplemente responder a esta pregunta, sino pensar en
estas otras: ¿será posible alcanzar la felicidad eterna sin educación?, o
¿bastará la instrucción académica, o el éxito profesional o económico que se
derive de esta, para ser auténticamente felices?
Yo considero que por estas razones, hoy en día, la educación debe ser
entendida como un proceso que humaniza a las personas, un “proceso que hace a la persona más hábil para encontrar la felicidad”,
y para ello primero se necesita satisfacer ciertas necesidades materiales
básicas, y en la medida en que va desarrollándose y manifestando sus
potencialidades humanas necesita satisfacer esas necesidades que sobrepasan la
esfera de lo material, y comprende lo espiritual, o sea lo afectivo, lo
intelectual, lo religioso, etc. Cabe advertir que al verbalizarlo de este modo,
se entiende como una especie de secuencia temporal, pero por favor, entendamos
que son elementos integrales que se deben dar casi en paralelo.
Antes de continuar, vale la
pena aclarar, respecto a la felicidad,
que esta viene a ser como “el fin
último” de la educación. Hoy por
hoy, la “cultura de mercado” nos induce a asociar al hecho o aspiración de “ser
felices” el “estar siempre sonrientes, jubilosos, disfrutando algo”, “estar sin
preocupaciones”, “sin dolores”, “sin
molestias”, “alcanzar el éxito económico, social, etc”. Vivir sin fracasos, sin
penas… en fin un paradigma o modelo de felicidad que ha sido llamado por analogía:
“felicidad del animal sano”, que mientras tenga comida y salud, “todo va bien”:
es feliz. Y todo lo que riña con esas circunstancias, pues sería contrario a la
felicidad. Pues hay que decir que este modelo de felicidad, aparte de ser casi
imposible de documentar por utópico, es falso porque no se acopla a la verdadera naturaleza del hombre. Vendría a ser como afirmar que “la felicidad
es imposible para el hombre” y eso gracias a Dios no es cierto, sino todo lo
contrario. Afortunadamente se puede ser feliz en medio de cualquier
circunstancia de la vida humana sea agradable o desagradable, y no hay que
estar muy entrado en años para darse cuenta que en la vida de las personas
estas últimas circunstancias son harto comunes: “nunca faltan las sombras en los
cuadros más hermosos” diría el artista;
esto es: nunca falta el sufrimiento y la adversidad en la vida de las personas.
El dolor, los problemas y el sufrimiento humano son como la sal de la vida. Sin
embargo, la cultura “hedonista” en que nos movemos actualmente nos trasmite que
eso es totalmente contranatural, y por tanto “hay que evitarlas a todo costa y
a todo costo”, por eso, es tan difícil aceptar para un hombre de hoy, y de
ciudad, que la felicidad pueda ser posible en medio de la adversidad y la carencia
de cosas. Para mí ha resultado un gran alivio descubrir que “si puedo ser
feliz” pase lo que pase, esté donde esté”... pero ¿cómo?
Los padres no podemos dar a nuestros hijos
lo que no tenemos. De esta afirmación, que gracias a Dios prácticamente
nadie se atreve a rebatir, podemos sostener que debemos auto examinarnos de forma muy sincera, frecuente y humilde, para
ver en qué medida poseemos ese bien que estamos tratando de trasmitir o enseñar
a nuestros hijos. Muchas veces en nuestra sociedad las personas tienen más o
menos claros en su mente ciertos valores, cosas que les parecen bien en teoría,
sin embargo de allí a que en la práctica ellos mismos los vivan como virtudes de forma natural, hay un gran
trecho que recorrer, y puede que se pretenda enseñar algo que se entiende pero
que no se vive, y este tipo de actitudes, lamentablemente tan comunes, son una
fuente inagotable de fracasos en la educación de los hijos, especialmente en
familias de profesionales jóvenes. Por esta razón seguramente, me estáis
leyendo o escuchando ahora: porque queréis mejorar personalmente para que
vuestros hijos sean mejores también. Muchas veces uno debería concluir en algo
como esto, por ejemplo: “Joseito, ¡vamos
a tratar de ser más ordenados!”, en vez de decir “Joseito ¡tienes que ser más ordenado!”. Yo podría asegurar, que en muchas
ocasiones, los padres sin darse cuenta, hacen lo contrario de lo que le tratan
de enseñar a sus hijos. Típico ejemplo: cuando queremos que hablen en voz baja
o que jueguen en silencio, y se lo decimos con gritos.
Pues bien, como una de las principales fuentes de la educación es el
ejemplo, vale la pena chequear frecuentemente si estamos dando buen ejemplo a
nuestros hijos, no en general, porque seguramente así es (¡espero!), sino en
aquello concreto que deseamos que aprendan, por ejemplo: Orden, Obediencia,
Laboriosidad, Piedad, Sinceridad, Estudio, Alegría, etc… ¡Nunca es demasiado tarde para aprender!
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