Este personaje singular soltaba de vez en cuando alguna pulla del estilo de:
"Cada país tiene el gobierno que se merece. Naturalmente, esto no es
aplicable al gobierno de Inglaterra." Eso hacía mantener una perpetua
mirada de condescendencia por parte del pueblo inglés, y contribuía a separar
en dos bandos a la población: sus defensores a ultranza –muy pocos– y un nivel
de detractores que pertenecían a todas las capas sociales, desde los obreros
metalúrgicos de Manchester a la propia corona. Las discrepancias con esta
última fueron más que notables.
Pero en una cosa estuvo todo el mundo de acuerdo: en que fue el héroe
británico por antonomasia. Quizás el único capaz de haber llevado a buen puerto
las negociaciones necesarias no sólo para conseguir un triunfo aliado y el
correspondiente e inmediato período de paz, sino también para las negociaciones
de Yalta, donde un Stalin furioso amenazaba con comerse la mayor parte de la
tarta a repartir. Además de todo esto, su candidatura al Nobel de Literatura
fue enormemente polémica, y su concesión, en 1953, fue casi un escándalo.
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